Es Ámsterdam, no Holanda, la Condesa. Fernando Vallejo recorre la ciudad de la intolerancia a los libros, a los homosexuales y a los laicos, de manera pausada pero, en ocasiones, camina con ritmo presidencial. Dos perros son los encargados de romper con la gobierno de sus zapatos. A veces más rápido, a veces reflexivo, siempre Vallejo, el de sus letras y su simulada ficción. Desde Los frutos prohibidos pocos lo reconocen. Total, es un escritor más de los millones que existen en el planeta, dicen al no pensar lo que ven y, sobre todo, lo que no leen. Unos metros antes, en el gimnasio Qi, los deportistas lo ven pasar pero tampoco lo reconocen; los músculos que ahí crecen no se parecen a los músculos intelectuales que crecen en el imaginario gimnasio de Vallejo. Vaya trabalenguas.
En la glorieta de Iztaccíhuatl, Fernando Vallejo se dirige hacia Aguascalientes. No va a la capital de los molletes, Sanborns, sino que se detiene en un pequeño puesto de periódicos del siglo pasado ubicado en la esquina de Campeche con Iztaccíhuatl. Desde el edificio La Princesa lo saludan sus admiradores. Son pocos, pero son. Con el periodiquero, Vallejo cruza dos palabras como si ambos fueran personajes de La virgen de los sicarios. Fernando Vallejo interpretando a Fernando Vallejo y el periodiquero protagonizando a un alcohólico diseñado y determinado por su ADN. Su saludo es mecánico pero a la vez humano. La vida como un conjunto de procesos interpretada por una pluma libertaria. Es la Condesa del nuevo siglo, no tan diferente a Medellín de la década de los noventa, nos dirían las cifras del sexenio.
Regresar a Medellín en los 90 después de una larga ausencia de 30 años representó un viaje al horror. La ocurrencia de Vallejo de enamorarse en medio de las balas y de María Auxiliadora lo dejó marcado. Se deshumanizó. Después, eligió a los perros como afables interlocutores. De la novela non fiction a la pantalla always fiction; Pablo Escobar convertido en el hacedor colombiano del momento; en el arquitecto de la nación.
La presencia de Vallejo en la FIL no requiere de traducción literaria; su poder semiótico es suficiente para entender que los intelectuales mexicanos se encuentran de vacaciones desde hace muchos años. No existe una voz hard que logre calar en el enorme dormitorio del conservadurismo a la mexicana.
No es María Auxiliadora, es Jesús Malverde. No es Medellín, sino Juárez, Juárez, Juárez… el de la canción foxista; no es Pablo Escobar, es Joaquín Guzmán Loera alias “El Chapo”, uno de los envidiados protagonistas de Forbes; no es Colombia, sino el México de los parquímetros y la pista de hielo. En Colombia cambió la estética del entretenimiento. Ayer balas, hoy bibliotecas. En el México de hoy también cambió la estética. Ayer devaluaciones, hoy balas.
Pero Fernando Vallejo, el del viaje a Medellín y sus amigos, los perros, es el Fernando Vallejo de la Condesa y, ahora, el de la FIL.
La virgen de los sicarios es un tratado nihilista del personaje desencantado que pensó en el amor en tiempos canallas. Su circunstancia determinó el destino de sus novelas. Lo que no ha variado es su compromiso con la libertad. Su mejor aliada, junto a sus perros.
Con La puta Babilonia exorcizó el temor de la censura en tiempos religiosamente incorrectos. Pero más de un librero lo mantiene encerrado bajo llave, no vaya a ser…
Ni modo, el día en que apareció Fernando Vallejo en la FIL, a Mario Vargas Llosa y Herta Müller se les ocurrió charlar. Un rompecabezas para los organizadores. Un éxito para la literatura. Mientras tanto, México duerme.
fausto.pretelin@24-horas.mx | @faustopretelin
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