En el transcurso de los días pasados, ocurrieron múltiples hechos destacables que nos permiten reflexionar sobre los choques que se advierten a nivel regional. Me refiero al desenvolvimiento del proceso electoral 2022 en México y, próximamente, las jornadas de 2023 y 2024: el resultado de la oposición; el abstencionismo; así como el lenguaje polarizador de todas las estructuras partidarias y los jugadores involucrados —actores públicos y privados—, en torno a una narrativa binaria: ricos-pobres, mujeres-hombres, liberales-conservadores, etcétera. Asimismo, hay tensión alrededor de la segunda vuelta por la presidencia de Colombia, y lo que vendrá posteriormente para dicha nación.

En Venezuela, mientras se llevaba a cabo un acto político, Juan Guaidó fue atacado por represores del régimen chavista. Las imágenes en las cuales se vio amedrentado, e inclusive violentado, son de dominio público. Otro ejemplo es Bolivia, donde la expresidenta Jeanine Áñez fue condenada a diez años de prisión; el juicio ha despertado preocupación de que los líderes del país empleen los tribunales en contra de sus adversarios políticos. Todo ello se traduce en malas formas de poder.

Ello dilucida que, no solo durante sino tras dejar el poder, un ejercicio de espionaje, hostigamiento y acusaciones desata mal humor social, encono, hostilidad, así como violencia en distintos frentes —en las redes, en el anonimato, físicamente, en contra de los animales, a través del discurso de cancelación y las infamias—. La gente diariamente observa videos violentos, de luchas clandestinas y peleas en la vía pública; ésto les inserta cierto morbo y, por otro lado, desencadena discusiones acaloradas.

Las esferas institucionales apuntan que el poder ya no reviste una investidura, tampoco hay respeto a los detractores. Entre nosotros nos agredimos todo el tiempo y generamos efervescencia social progresiva: antes, durante y después del poder. Hoy, nos encontramos atrapados en una atmósfera de encono y confrontación. Actualmente, vivimos la cultura del resentimiento y de la apología de la defensa del daño histórico; ello motiva que las pretensiones sociales se desmoronen en una desestabilización del poder, lo cual vuelve ingobernable e insostenible nuestro futuro ante otros retos.

Abrir las puertas de la exacerbación, sentar los precedentes del ego, admitir desacreditaciones, ocasiona persecución y estigmatización. En este contexto, el valor más olvidado y menos practicado es el perdón. Alimentamos nuestro orgullo e interpretamos los gestos de humildad como señales de debilidad. Este fenómeno se ve reflejado en diversos terrenos, comenzando por el político.

En lo más profundo de cualquier persona, ya sea que se desarrolle en el plano público, privado, civil, familiar o personal, el reconocimiento del perdón es el acto más humano y, por ende, más político. La concordia, la reconciliación y el entendimiento deben ser los ejes de las actividades humanas.

¿O será otra de las cosas que no hacemos?

Consultor y profesor universitario

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