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Héctor Zagal

(Profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana)

¿Leyeron en la primaria Suave Patria de Ramón López Velarde? Escrito en 1921, recitar el poema era casi un rito escolar, una especie de segunda arenga nacionalista después del Himno Nacional. Para un niño de nueve años, Suave Patria tenía versos enigmáticos, como aquel donde el poeta advertía:

"El niño Dios te escrituró un establo / y los veneros de petróleo el diablo."

¿Qué tenía que ver el petróleo con el diablo? Con los años, la profecía de López Velarde se ha cumplido. El petróleo, más que una bendición, ha sido fuente de conflictos, espejismos económicos y promesas incumplidas para México.

Este 18 de marzo, aniversario de la expropiación petrolera, la memoria histórica se entrelaza con la realidad presente. PEMEX enfrenta un panorama poco halagüeño en 2025. A estas alturas, lo mismo da quién tenga la culpa. Lo urgente no es repartir responsabilidades, sino hacer lo que nunca se ha hecho: convertir a la paraestatal en una industria eficiente, capaz de ser una verdadera palanca de desarrollo para el país.

La energía siempre ha sido el motor del progreso humano. No es un lujo, sino una necesidad. Sin ella, no hay fuego para cocinar, ni calor en el invierno, ni industria, ni transporte. La historia de la humanidad es, en gran medida, la historia de cómo se obtiene y administra la energía.

Los chinos, hace más de dos mil años, ya extraían petróleo y lo transportaban en tuberías de bambú. Sin embargo, su verdadero impacto se evidenció hasta el siglo XX, cuando el automóvil y la electricidad consolidaron su reinado. Para entonces, el control del petróleo ya estaba en pocas manos. En el siglo XIX, John D. Rockefeller monopolizaba el negocio en Estados Unidos, mientras que en México, la explotación estaba en manos de compañías extranjeras como la Royal Dutch Shell y la Standard Oil.

La Primera Guerra Mundial dejó claro que quien controlaba el petróleo, controlaba la guerra. México, con su riqueza petrolera, atrajo la atención de las potencias. En 1938, Lázaro Cárdenas tomó la decisión histórica de expropiar la industria petrolera y nacionalizarla. El detonante fue el desacato de una empresa extranjera a una sentencia de la Suprema Corte de Justicia.

Tres décadas después, en los años setenta, José López Portillo prometió que "administraríamos la abundancia". México vivió un auge petrolero tras el descubrimiento de Cantarell en 1976, uno de los yacimientos más grandes del mundo. Con el crudo fluyendo y el crédito internacional abierto, el país gastó y se endeudó como si la bonanza fuera eterna. Pero cuando los precios cayeron en los ochenta, la burbuja reventó y el espejismo de riqueza dejó crisis, deuda y lecciones que, como siempre, nunca aprendimos.

Hoy, PEMEX no solo enfrenta la volatilidad del mercado, sino un problema estructural. Es un gigante con pies de barro. Opera con una eficiencia cuestionable y su modelo de negocio no es sostenible. Mientras otras naciones petroleras han sabido convertir sus empresas en motores de desarrollo—piénsese en Noruega y su fondo soberano—nosotros seguimos atrapados en el eterno debate sobre qué hacer con nuestra empresa estatal.

A estas alturas, insistir en repartir culpas es un ejercicio estéril. Lo que importa es transformar PEMEX en una industria moderna y competitiva, capaz de generar riqueza real. De lo contrario, su colapso no será un problema de ideologías, sino de supervivencia económica

Sapere aude!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana

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