Si tenemos la mala fortuna de pedirle prestado a un templario terrorista reclutado por Al Qaeda su teléfono, podríamos pasar el resto de nuestros años tras las rejas de Guantánamo; si las búsquedas periodísticas, siempre obsesivas, nos llevan a ingresar a páginas de un terrorista que está por detonar un plan que le ha llevado cinco años en construir, podríamos viajar al más allá gracias al sobrevuelo de un dron en la azotea de un edificio de la colonia Roma.

 

La inteligencia artificial está destinada a dar un empujón a los habitantes del continente de la Ignorancia. Para allá vamos todos, nos dicen integrantes del sector político; somos algunos, reclaman agentes públicos de la oclocracia.

 

Google lo sabe. Al comprar a la empresa británica DeepMind, hacedora de algoritmos hiperinteligentes, tuvo que firmar un código de ética, posiblemente, para no solicitar la jubilación a ciertos políticos, agentes públicos y reporteros del mundo del espectáculo.

 

El escenario no es nuevo. Edward Snowden es el autor de la caída precipitada de Obama en las metaencuestas razonadas por académicos y politólogos. Cada día le sucede a José María Aznar, lugar en el que se presenta, lugar en el que no deja de decir incoherencias. La inteligencia de Berlusconi se mide a través de las pastillas regeneradoras del donjuanismo, Viagra; la de Cristina Fernández en el guión victimario que cada día escribe. Chávez también lo hacía pero con gracia. En Ecuador, Correa también es víctima de la política artificial. Firma decretos para reprimir a la libertad de prensa a través de palabras sexys destinadas, según él, a incentivar la libertad de prensa.

 

De igual manera, la política artificial está destinada e esclarecer conceptos ambiguos como sucede con “Estado fallido”. Los conceptos orwellianos nacieron para sustituir significados anquilosados. Los eufemismos caerán frente a la política artificial. ¿En el mundo de los superhéroes, los autodefensas son catalogados como “buenos” que luchan para derrotar a los “malos”? Sí, en Kiev se imprimen volantes para ocupar vacantes de autodefensas: todos, dicen, en contra de Yanukovich.

 

La perversidad de la cotidianidad nos hizo ver que la alternancia entre republicanos y demócratas regeneraría la esperanza por lo nuevo. Nuevas ideas quita manchas, como si se trataran de detergentes, lograrían reciclar el ánimo político entre la ciudadanía. Pero más allá del marketing perceptual, se encuentra la realidad, por ejemplo, del Acta Patriota; prácticamente inamovible después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.

 

Pero 2001 no es un hito para la seguridad de Estados Unidos. Un tal Cheney pasó a ejercer como jefe de gabinete del presidente Ford (1974), y Rumsfeld se convirtió en el secretario de Defensa más joven en la historia de Estados Unidos. El propio Cheney arrinconó al afamado periodista Seymour Hersh por haber revelado el espionaje ilícito de la CIA.

 

En efecto, el tiempo se mueve para hacernos creer que nos movemos. Sin embargo, en época de la proliferación de drones, se establece la inauguración de una era del miedo a la tecnología. Quién lo diría, en la época post Steve Jobs, el auténtico dictador de la felicidad, nos enteramos que los aviones que tendrán la misión de entregarnos en casa las nuevas aventuras de Houellebecq, también podrían cruzarnos una bala en la cabeza por error.

 

Glenn Greenwald no es Seymour Hersh; vive en época en la que la película costumbrista Her, de Spike Jonze, satiriza a los esclavos de la transmodernidad, es decir, a los tuiteros y facebookeros que se enamoran de los sistemas operativos pensando que detrás de ellos se encuentra el amor de sus respectivas vidas.

 

Greenwald es el periodista en quien confió Edward Snowden para compartirle las claves del espionaje de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA). Espionaje de metadatos.  Pues bien, en su primera entrega en la plataforma The Intercept (www.theintercept.org), Greenwald plantea el escenario de que la NSA actúa por instintos de los metadatos y no tanto por el racional del ser humano. Interesante el momento en que la estafeta humana fue tomada por su relevo veloz, el de la tecnología.

 

No existe temporizador de la retórica política. Con la política artificial nos damos cuenta que la estupidez nos ataca a punta de discursos insoportables. De ahí la necesidad de obligar a Google a firmar códigos deontológicos, de lo contrario, nos describiría las auténticas intenciones de presidentes tan sólo peinando los datos históricos; tendencias irreversibles; estadísticas encargadas de desmantelar promesas de campañas políticas. Y si no, ¿a quién le crees más, al político o al sistema operativo?

 

Spike Jonze eligió a Scarlett Johansson para darle voz a un sistema inteligente más astuto que su aburrido usuario. Snowden eligió a Greenwald para que se convirtiera en el sistema operativo que se encargará de hundir al presidente Obama. La política, desde hace mucho tiempo, es artificial, y nosotros ingenuos. Pensamos en la biología de Maquiavelo.

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