Esquilo, considerado el padre de la tragedia griega (525-456 a. C.), escribió en el siglo V que “el decoro prohíbe cosas que la ley permite’’.

Algo así es lo que el presidente Andrés Manuel López Obrador repite como mantra cuando se refiere a sus adversarios políticos: “puede ser legalmente correcto, pero es moralmente ilegal’’.

¿Aplica para sus hijos?

En el caso de los negocios de los amigos de su hijo Andrés, el Presidente minimizó el hecho de que se haya documentado que existen contratos del Gobierno por más de 100 millones de pesos para favorecer a sus empresas.

No importa si el Presidente considera que “ni es tanto’’ - ¿qué tanto es tantito? -, lo que importa es que ni siquiera se molestó en ordenar una investigación sobre el por qué tres empresas de los mismos dueños, con la misma dirección fiscal, simularon una competencia en varias licitaciones para ganarlas.

Ok.

Supongamos que le creemos que su hijo no tuvo nada que ver.

¿Por qué entonces no ordenó una investigación inmediata antes de descalificar la investigación sustentada en documentos, no en dichos ni versiones?

Sobre el hecho de que otro de sus hijos, José Ramón, viva en la casa de la asistente (?) de la directora de La Jornada, el periódico que más “dinero del pueblo’’ ha recibido en el sexenio, existe un inequívoco conflicto de interés.

El escándalo de la Casa Blanca de Enrique Peña detonó porque se trató de un conflicto de interés inocultable debido a que uno de los proveedores del Gobierno, la constructora Higa, le estaba construyendo una mansión en Las Lomas de Chapultepec.

Peña hizo maroma y teatro para deslindarse del regalazo, pero el episodio le costó gran parte del capital político que aún tenía en esa fecha.

Higa era un proveedor del Gobierno, al igual que lo es La Jornada.

Y para quien diga que se trata de casos distintos, el fondo del problema es que es el mismo delito o como quiera llamarle: conflicto de interés.

Los casos de Andrés y José Ramón López Beltrán ni siquiera caben en el mantra presidencial de “pueden ser legalmente correctos pero moralmente ilegales’’ porque no hay margen de duda.

Hágase pues tu voluntad, en los bueyes de mis compadres.

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¿Qué sería lo que negoció Ricardo Monreal con López Obrador para que, primero, su discurso cambiara como de la noche al día y ayer se animara a declarar que “preferiría ser nada’’ antes que traicionar al Presidente?
Monreal es muy hábil para eso de la negociación y seguramente no se quedará con las manos vacías después de haber retornado al redil -del que nunca se fue del todo-.

Las apuestas comenzaron: que si la candidatura a la jefatura de Gobierno de la CDMX, que si repetir en el Senado, que si la Secretaría de Gobernación en el siguiente sexenio o hasta coordinador de la campaña presidencial, que a leguas se ve no será la suya.

Lo que no se sabe es qué pasará con el pacto que tenía con Ebrard, firmado de forma simbólica en Zacatecas, con el cual ambos acordaron buscar piso parejo en la elección del candidato presidencial de Morena.
Ya habrá tiempo para saberlo.

Monreal siguió el viejo libreto de los políticos de antaño: pelear la grande para negociar la chica.

¿Qué será, qué será?

LEG