La puesta en marcha de reformas políticas y económicas de alto calado para el país, como las que se están comenzando a discutir, traen naturalmente consigo presiones de todo orden.

 

Sería realmente ingenuo pensar en un proceso de transformación como el que se han planteado los partidos políticos y el gobierno a través del Pacto por México, y sus 94 compromisos que abarcan prácticamente todos los ámbitos de la vida nacional, sin que se desaten los demonios y se corran los riesgos que éstos entrañan.

 

Para ilustrar, sólo pensemos lo que para muchos -proveedores, contratistas, comisionistas, sindicalistas, funcionarios públicos, asesores, políticos, gobernadores, etc.- significará un cambio institucional y de reglas de operación en Pemex para convertirla -desde su “politizado” estado actual- en una verdadera empresa. No nos extrañe, entonces, el “jaloneo político” que hemos estamos viendo en los últimos días y que ha obligado al presidente Enrique Peña Nieto a puntualizar y rectificar, una y otra vez, sobre sus intenciones con la empresa petrolera. Y es que los demonios se han soltado.

 

Pero los riesgos de rompimiento de estos procesos de transformación se concentran en sus hilos más delgados. Y allí, en las rótulas del Estado, se encuentran los organismos reguladores. Esas figuras jurídicas inacabadas, con mandatos precisos, pero con herramientas insuficientes para cumplirlos, que se han desarrollado con el cáncer de la dependencia administrativa y presupuestal y, por lo tanto, supuran un evidente conflicto de intereses de muchos de sus miembros, en un país con una larga tradición de intervencionismo del poder presidencial en la vida ciudadana.

 

Son estos endebles organismos reguladores el delgado hilo que amenaza con romperse ante las presiones que entrañan los procesos de cambio en los que aparentemente se han embarcado las élites políticas y gobernantes.

 

Allí están crujiendo los intereses de los partidos políticos en la conformación de los miembros del Pleno del Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos, IFAI; un organismo público que en esencia debería ser estrictamente ciudadano. Lo mismo está ocurriendo con el Instituto Federal Electoral, IFE, cuya confianza ciudadana -que debería ser su principal activo- se ha erosionado al paso del tiempo motivado por los resultados controvertidos que arrojan sus decisiones.

 

Pero es el caso también de la Comisión Federal de Telecomunicaciones, Cofetel, y de la Comisión Federal de Competencia Económica, Cofeco, cuyos debates en sus plenos son decisivos para la vida económica del país, pero que, en no pocas ocasiones, las decisiones de sus miembros se han visto interferidas por intereses políticos y de los propios regulados, ajenos a sus mandatos legales, erosionando su credibilidad institucional.

 

No están ajenos a esta realidad organismos como la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios, la Comisión Reguladora de Energía, o ni qué decir de la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos.

 

Éstos son los delgados hilos que se están rompiendo al calor de los intereses políticos y económicos puestos en juego por los anunciados cambios. El urgente fortalecimiento de estos organismos públicos pasa, necesariamente dados los antecedentes de nuestro régimen político, por su desvinculación del poder en turno y su institucionalización como entes realmente independientes.

 

samuel@arenapublica.com | @SamuelGarciaCOM | www.samuelgarcia.com

 

 

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