Uno de los hallazgos de la encuesta de percepción pública de la ciencia, la tecnología y la innovación, aplicada conjuntamente por el CONACYT y el INEGI en 2009 mostró que más de la mitad de los ciudadanos consultados reconocieron que confiaban más en las producciones del pensamiento mágico como la astrología y demás pseudociencias, la magia y los dogmas de la fe que en el los productos de la razón científica.

 

La casi nula cultura científica de países como el nuestro tiene su origen precisamente en lo que el doctor en medicina Marcelino Cereijido, investigador del CINVESTAV en fisiología celular, ha definido como analfabetismo científico.

 

En sus conferencias, el doctor Cereijido suele recurrir a imágenes muy elocuentes para describir lo mucho que como sociedad e individuos perdemos los ciudadanos, políticos, intelectuales, empresarios, gobernantes, e incluso no pocos académicos, por ser analfabetas científicos.

 

El analfabetismo científico es la incapacidad de un individuo o de una sociedad para interpretar la realidad en la que vive con base en el razonamiento, la experimentación y la constatación de las evidencias, fuera de dogma, pensamiento mágico o principio de autoridad.

 

El doctor Cereijido ha señalado, tanto en su abundante obra literaria de divulgación como en sus conferencias, que actualmente la humanidad se divide en dos partes: “un Primer Mundo (aproximadamente 10% de la población), que posee y desarrolla innovaciones basadas en ciencia y tecnología avanzadas, y un Tercer Mundo (90%), que es analfabeta científico y produce, viaja, se comunica, se cura y se mata con productos, alimentos y artefactos que inventó el primero. Por supuesto, se hunde en la miseria, la dependencia y la corrupción”.

 

Según lo dicho y escrito por Cereijido en sus libros, el analfabetismo científico implica además una serie de dramas (yo le he escuchado referirse al menos a seis): Uno es precisamente el carecer de los capitales humanos y materiales para hacer ciencia de calidad y, por tanto, de posibilidades de transformar esos nuevos conocimientos en tecnología e innovación; es decir, en productos y procesos con alto valor agregado que permitan acceder a mejores condiciones de vida para todos.

 

Dos; el analfabetismo científico hace que quienes lo padecen no puedan advertir los alcances de su tragedia. Cuando falta alimento, agua, energía, etcétera, todos se dan cuenta, pero cuando lo que falta es conocimiento, nadie lo percibe, ni siquiera si se señala la carencia. Aunque, como dice Cereijido, y ese sería el tercer drama: “si tuviéramos ciencia, tampoco sabríamos bien a bien qué hacer con ella”.

 

Cuatro, el analfabetismo científico nos lleva a considerar que todo es cuestión de dinero y que los países del Primer Mundo hacen ciencia porque son ricos, cuando es justo al revés: ¡son ricos porque hacen ciencia, tecnología e innovación!

 

Derivado de esto, los gobernantes suponen que una vez resueltos los grandes problemas se podrá hacer (e invertir en) CTI de calidad, cuando la solución es precisamente al revés. Por último: “el analfabeto científico cree que ¡sí sabe! qué es la ciencia moderna, de donde deduce que no la necesita”.

 

Cereijido suele citar al economista John Kenneth Galbraith para cerrar el valor del alfabetismo científico: “Antiguamente, la diferencia entre el rico y el pobre dependía de cuánto dinero tenían en el bolsillo; en cambio hoy, los distingue el tipo de ideas que tienen en la cabeza”.

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