Desde el inicio de los tiempos virtuales sabíamos que Twitter no era otra cosa que una plaza pública virtual global. Si en el Partenón ocurrió el milagroso diálogo, durante una época en la que aún no existían los siglos, en Twitter, 21 siglos después, se multiplicó la comunicación, muchas veces emitida por seres que suplantan identidades y que no necesariamente dialogan. La comunicación de ficción se arropa en seres reales; avatares que no esconden el rostro.

 

Entre el Partenón y Twitter han existido muchos ensayos de convivencia pública. Si la arquitectura de los centros comerciales tuvo como objetivo primigenio la recreación del individuo a través del comercio, gracias a la atmósfera de parques temáticos infantiles, la plaza virtual nos mostró que su principal rasgo es polisémico, y como tal, tiene un número ilimitado de objetivos: desde jugar hasta informar; amenazar o conocer; ganar o perder tiempo; relajarse o estresarse; mirar o ser observado; criticar o injuriar.

 

Más allá del esteticismo ornamental de museos, centros comerciales, edificios translúcidos, entre muchos escenarios públicos modernos, los deleites icónicos de siglos pasados nos demostraron que el lenguaje semiótico se convertiría en una especie de emperador de la estética. Así, la torre Eiffel es la síntesis de París; París deriva en el romanticismo; el amor en place des Vosges (por mencionar sólo una de sus postales); y sus plazas en el epicentro del alma. El lenguaje imaginativo subyacía también en los iconos de las ciudades. La extensión del lenguaje no hablado se extendió al mundo de la publicidad, convirtiendo a Coca Cola en la marca de mayor reconocimiento global. Nunca antes una bebida negra y gaseosa se había convertido en icono libertario. Bienvenidos a la retórica del lenguaje sin voz (Mad Men y los viejos símbolos del cigarro y alcohol).

 

Salir a tomar un café era la excusa para consumir atmósferas públicas. El café Toscano, por ejemplo, en la colonia Condesa de la Ciudad de México, tiene una ventana-pantalla en la que se transmite en tiempo real el parque México, uno de los pocos espacios no cuasi apocalípticos de la atmósfera capitalina. Quienes asisten a ese lugar son consumidores, antes del café, de piezas ornamentales.

 

Llegó Twitter como producto de la revolución de la comunicación. Sus rasgos vanidosos se encienden con su esencia virtual, lejana, inhóspita, y en muchos casos de suplantación. La fuerza de Twitter es mayor que en su momento tuvieron las páginas web. La boutique virtual (Twitter) es diferente a las tiendas monotemáticas (web); la feria de mensajes (Twitter) es mucho más rica en diversidad que el anquilosado parque temático. El aquí, ahora y lo que yo quiero redimensiona los contenidos de las industrias del entretenimiento y de la información. Otra vez: el aquí, ahora y lo que yo quiero trastoca la misión de cientos de empresas.

 

Por ejemplo, los estrategas de los periódicos se llevan las manos a la cabeza por no visualizar el corto plazo. Lo único claro es que las cohortes juveniles nunca leerán periódicos en formatos tangibles. Desde ya, las revistas se han encargado de consentir a quienes antes leían periódicos. Éstas, las revistas, no sólo ofrecen más diseño seductor, también profundidad en contenidos dejando a Twitter el nicho de las muchas noticias en pocas palabras. Paradoja: ¿se consume la inmediatez que sólo da el tiempo real o uno se regodea en la tranquilidad que ofrecen las revistas mensuales? No hay paradoja. Se trata de dos caminos, la autopista (periódicos en tiempo real) y caminos que se cruzan en burro o, en el mejor de los casos, a caballo. Quien compra una revista invierte en tiempo. La inversión en tiempo durante el siglo XXI se ha convertido en una actividad escasa, y quizá rara.

 

La bifurcación de la información y el conocimiento, al parecer, no les quita el sueño a los jóvenes. Es la alta velocidad la que se encarga de formatear sus deseos. Informado al minuto, con pocas palabras y sin contexto: “Breaking: Two explosions in the White House and Barack Obama is injured”. La noticia de última hora anunciada en la plataforma Twitter de la agencia de noticias Associated Press (AP), siete minutos después del mediodía del pasado 23 de abril, aterrorizó a los mercados financieros (generalmente los primeros en mostrar reacciones ante la información adversa). La imagen de la Casa Blanca en llamas permanecía en el inconsciente colectivo gracias a guiones hollywoodenses. Sin embargo, bajo la premisa de que si salió en Twitter entonces hay que comentarlo, la noticia se retuiteó de manera inmediática gracias al valor de la marca AP. Pocos minutos después, la propia agencia de noticias informaba que el mensaje fue penetrado en su cuenta por un pirata de la red.

 

Los niveles de confianza en Twitter son elevados gracias al efecto red personal. Si yo decido a quién seguir, lo tuits que yo lea serán auditados por mi yo inconsciente.

 

Fuera de atmósfera, no es un medio

 

Investigadores de universidades californianas desmontan el escenario donde se bifurca la información y el conocimiento. La realidad es que las redes sociales no tienen la identidad de los medios de comunicación, al menos, aquellos que nacen de la inspiración sajona. Las escuelas de comunicación, durante muchos años han desarrollado teorías alrededor de la prensa, radio y televisión. No consideran que las plazas públicas virtuales sean, al mismo tiempo, medios de comunicación. Tienen razón. La propia agencia AP fue suplantada para generar una percepción que buscaba generar caos. Al menos por unos minutos.

 

Para miles de tuiteros, la red social es un sustituto perfecto de videojuegos o, si se prefiere, los videojuegos transmodernos rompen con el viejo paradigma, quizá impuesto por Pac-Man. Ni siquiera un avatar con nombre de marca de medio de comunicación tiene la credibilidad suficiente para permear en Twitter. Esto nos pasa por vivir en la era de la sospecha.

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