Leí un interesante texto de Juan José Graham Nieto en Mexican Times --véase: http://bit.ly/2zCJfCv--, sobre su propuesta para realizar cinco debates presidenciales en 2018 --y no solo dos, como en 2012--: “Dos de los cinco serían en la Ciudad de México; uno organizado directamente por el Consejo General del INE bajo el formato institucional acostumbrado, y un segundo organizado por universitarios en coordinación con el INE y los partidos, y que la sede por obvias razones fuera alguna universidad (de preferencia, la UNAM). Los tres restantes serían en diferentes zonas del país”.

 

Con algunas reservas menores con respecto al texto, y sin entrar al tema del formato, suscribo la cantidad de cinco debates apoyándome en tres argumentos que aquí aglutino: son cinco las circunscripciones electorales federales en el país; cinco sería una opción más “vendible” a los partidos y candidatos; y la “descentralización” --que menciona implícitamente Graham-- de los encuentros en aras de un mayor involucramiento social.

 

Propuestas como la de Enrique Krauze --diez debates presidenciales oficiales-- suenan bien pero carecen de lo necesario para que las representaciones de los partidos en el INE --quienes realmente deciden si se realizan más de dos debates-- las tomen con seriedad: por ejemplo, una justificación geográfica aparejada con la norma vigente. La noción de cinco debates, uno en cada circunscripción electoral, apela a la distribución poblacional; no sería, pues, una cifra aleatoria como sí lo es, por ejemplo, pedir cuatro, seis o diez debates.

 

Además, el enfoque de cinco debates --uno por circunscripción federal-- daría tiempos muy razonables entre cada uno. Me explico: según el artículo 251 de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales, “las campañas electorales para Presidente (...) tendrán una duración de noventa días”. Apelando a una razón de cinco debates en 90 días, estaríamos hablando --si respetamos dicha proporción-- de un debate cada 18 días; es decir, cada dos semanas y media.

 

Incluso, si partimos de que en los primeros y últimos cinco días de campaña los candidatos no estuvieran de acuerdo, por alguna razón, de participar en debates --tal vez el no iniciar o terminar la campaña tan “precipitadamente”--, cinco entre 80 da 16: más de dos semanas entre cada encuentro. Si partidos rechazaran eso, sin duda sería con argumentos débiles.

 

En sentido contrario, una propuesta de diez debates implicaría uno cada nueve días --y con base 80, cada ocho--, apretando las agendas --sobre todo las regionales-- de los candidatos. Así sería sumamente fácil para las representaciones de los partidos rechazar dicha decena gráfica. Las propuestas políticas serias deben tomar en cuenta incentivos, costos, posibles presiones sociales adyacentes, y también potenciales argumentos de escape de los involucrados. La de Krauze no hace esto, por eso es débil. Insisto: tomando base 90 o base 80, cinco debates da tiempos bastante razonables entre cada uno.

 

Con respecto a la “descentralización”, si bien en 2012 el segundo debate presidencial fue en Guadalajara --el primero, realizado en el World Trade Center de la Ciudad de México--, la distribución de estos por el territorio es, más que mera logística, un imperativo psicosocial en dos sentidos: 1) todo México vale lo mismo, y 2) el hipercentralismo es cosa del pasado.

 

¿A quién no le gustaría, por ejemplo, ver a los candidatos debatiendo en la esquina donde comienza la patria --Tijuana-- sobre temas de política exterior o migración, o debatiendo la agenda indígena y la pobreza en un estado azotado por esta, digamos, Guerrero o Oaxaca --esto, obviamente, asumiendo que en cada locación cambian los temas a tratar--.

 

De cierta manera, aumentar la presencia de debates en medios masivos y, por ende, en los digitales, es confirmar “la sociedad del espectáculo” que veía Debord y que después retomaría, con un twist, Vargas Llosa. En este sentido, en “Homovidens: La sociedad teledigirida”, Sartori afirma que “la televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible y lo convierte (...) en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y (...) de entender”. Pero esto no es del todo malo, y menos en este caso.

 

Si a través de dicha adicción social a lo visual podemos generar mayor involucramiento --ergo, mejor democracia--, que así sea --punto para más debates y para que sean más llamativos--. La esencia democrática no se puede meter a la fuerza; debe llegar de la manera más “natural” --esta definición cambia con el tiempo-- posible a las personas. Hoy, para bien o para mal, “natural” significa visual, y visual significa mejor. Aunque Sartori se revuelque en su tumba.

 

@AlonsoTamez

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