La Ciudad de México fue escenario reciente de intensas protestas contra la gentrificación, fenómeno complejo que enciende el debate sobre el acceso a la vivienda y el futuro de nuestras colonias. Lamentablemente, la consigna “La vivienda es un derecho, no una mercancía” se entrelazó con consignas hirientes y xenófobas. Y, por si fuera poco, algunos manifestantes agredieron físicamente a otras personas y dañaron comercios y restaurantes.
La vivienda es, sin duda, un bien fundamental para la dignidad humana, pero esta afirmación debe ser revisada desde una perspectiva más matizada, donde el derecho a la propiedad privada y la dinámica del mercado también juegan un papel clave.
Toda persona tiene derecho a una vivienda digna. El Estado tiene la responsabilidad de propiciar las condiciones para que este derecho se materialice, garantizando el acceso a servicios básicos y fomentando políticas que prevengan la exclusión. No obstante, esta loable misión no puede —ni debe— anular otro derecho fundamental: el de la propiedad privada. Quienes han adquirido una propiedad, ya sea una casa o un departamento, tienen el derecho a disponer de ella, lo que incluye la facultad de arrendarla. Negar este derecho a unos, en aras de garantizar el de otros, crea una paradoja legal y social que, lejos de resolver el problema, lo complica.
El libre mercado, aunque no es el árbitro supremo en el ámbito de la vivienda, sí tiene una palabra significativa. Hace algún tiempo, el gobierno del entonces Distrito Federal congeló la renta de algunas casas. La medida provocó un pequeño desastre. Una intervención del Estado inadecuada, lejos de solucionar el problema, puede generar un mercado negro, desincentivar la inversión en mantenimiento y, en última instancia, empeorar las condiciones habitacionales.
Los barrios, como los seres vivos, tienen ciclos. La colonia Roma, epicentro de la discusión actual sobre gentrificación, es un ejemplo paradigmático. De ser un barrio de élite porfiriana, transitó a una zona de clase media. El sismo de 1985 la golpeó duramente y la precipitó a un período de deterioro. Pero su arquitectura, sus espacios arbolados y su encanto la hicieron resurgir, lo que atrajo inversiones y miradas. Es lógico —casi inevitable— que esta revitalización, el “ponerse de moda”, incida en el valor de sus inmuebles y, por ende, en los precios de alquiler. Esto no es una justificación para el abuso o la especulación desmedida, pero sí un reconocimiento de las fuerzas económicas que operan en el desarrollo urbano.
Podemos trazar un paralelismo con el mezcal y el tequila. De ser bebidas asociadas a sectores populares, han evolucionado y ahora son apreciadas en mercados de lujo, incrementando su valor. No se prohíbe su producción o venta a ciertos segmentos por ello; simplemente, su dinámica de mercado ha cambiado.
Esto no implica que el Estado deba permanecer inactivo ante los efectos negativos de la gentrificación. Muy por el contrario. La solución no reside en prohibir el alquiler a extranjeros, vetar hoteles o cerrar las puertas a la inversión. La respuesta está en generar regulaciones inteligentes y equilibradas.
En cierta medida, la gentrificación es parte de la evolución natural de las ciudades. Buscar erradicarla por completo es una quimera y, posiblemente, un suicidio económico. ¿Cuántos empleos se generan gracias a que la Roma y la Condesa están de moda? El verdadero desafío radica en gestionar los efectos de la gentrificación, en asegurar que el desarrollo no se traduzca en expulsión, y en que el derecho a la vivienda digna conviva armónicamente con el derecho a la propiedad y las fuerzas de un mercado. Nos guste o no, la vivienda es un derecho, pero también una mercancía.