El tricolor partió a Sao Paulo apenas terminó el duelo ante Brasil y nos dejó, a este chilango, como a varios miles de mexicanos esperando por un vuelo que nos permita corretearlo. Por eso, y sin tener a quién ir a darle serenata, habrá que andar, andar y andar. Hacer caso a los rumores que invitan a la Avenida Beiramar.

 

 

Dicen, entre el portuñol que se alcanza a entender y masticar, que Beiramar huele a Iracema, aquella india brasileña que se enamora de un colono portugués, en la obra escrita por José de Alencar. Y no mienten. La avenida que precede a playa Iracema atrapa desde que uno empieza a caminar. Son sus pinturas. Retratos de las manos de la capital de Ceará: arte callejero con lo mejor de Fortaleza, encajes de bolillo, les dicen acá, pulseras tejidas en verde – amarillo, mucha cachaca para alegrar el alma y pinturas, sobre todo pinturas.

 

 

Una mirada de color, recreación de algún rostro Tapeba o Itarema, tribus de indígenas originarias de la capital de Ceará. Fortaleza es muchos verdes, rojos y amarillos. Una pincelada a la pesca, al paisaje,  a la bandera del progreso verdeamarela. Figuras de manos que acarician la madera. De rostros artificiales en cedro iluminado para colgar en la galería de la casa; animales tallados; sincretismo; lo mismo tallados del indígena, que el cuadro de madera de la Última cena con el detalle más cuidado. Madera de tiempo, de paisajes eternos, de  rostros contemporáneos: son relojes en una placa de cedro, y no, no es el rostro del icónico Jim Morrison; en estas tierras Don Ramón es ídolo junto a toda la vecindad del chavo.

 

 

No es mentira lo que cuentan: Beiramar abre camino a playa Iracema, de suspendidas estatuas humanas, que rompen el viento con un mágico paraguas. Un pedazo de hoja escrita por Alencar; que el Tri nos dejó varados, qué importa, yo me pregunto dónde, ¿dónde está Iracema?

 

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