En el antiguo Callejón de Yllescas, en el Barrio de Analco, ocurrió un suceso violento que generó La Leyenda del Callejón del Muerto.
El mito indica que un día de 1785, aproximadamente a las 3:00 horas, mientras caía una tormenta torrencial en la ciudad de Puebla, Juliana Domínguez comenzó con labores de parto.
Su esposo, Anastasio Priego, quien era entonces el propietario del Mesón de Priego del Mesón de Priego, con sombrero, capa y espada, acudió en busca de doña Simonita, la partera más renombrada del rumbo.
Tomó camino hacia la parroquia de Analco, que por aquellos tiempos también se empleaba como panteón.
Alumbrando por una lámpara de aceite, cruzó entre el lodo hacia la calle de Santo Tomás, hoy conocida como la avenida 5 Oriente, pero al llegar al antiguo callejón de Yllescas fue sorprendido por un hombre que lo amenazó con una espada y le pidió que entregara su oro o perdería la vida.
El camino andado
Anastasio, diestro en la esgrima, sacó la espada con rapidez y la hundió en el corazón del asaltante, quien de inmediato cayó muerto. Pese al incidente, el hombre siguió su rumbo hasta llegar con Simonita y decidió volver a casa por el puente de Ovando. Ambos llegaron justo a tiempo para recibir a un par de gemelos.
Una vez que la partera concluyó su labor, Anastasio la llevó de vuelta a su casa, por el mismo lugar donde había matado al asaltante; el cuerpo seguía ahí, rodeado por curiosos que rogaban por su alma y que desde entonces, comenzaron a llamar al sitio como El Callejón del Muerto.
Con el correr del tiempo, los vecinos empezaron a asegurar que si alguno caminaba por ahí a altas horas de la noche, el espíritu en pena del asaltante se aparecía. Por esa razón, se mandó a colocar una cruz blanca justo enfrente de donde perdió la vida el maleante.
Uno de los vecinos, Marcelino Yllescas, mandó a oficiar misas por el descanso de su espíritu; sin embargo, la medida no surtió efecto.
Evitan aparición
El tiempo pasó, hasta que una tarde de agosto, un hombre se acercó al padre Francisco Ávila en la parroquia de Analco, le tomó del brazo y le rogó que le confesara.
El sacristán estaba por cerrar, pero el sacerdote, como cariñosamente le llamaban sus feligreses, pidió que dejara abierto y accedió a entrar al confesionario.
A la mañana siguiente, el clérigo faltó a su habitual misa de las 07:00 horas, lo que llevó al sacristán y al párroco de la iglesia hasta la casa del cura, a quien encontraron gravemente enfermo de tifus y alterado.
Entonces, el párroco decidió confesar al sacerdote, quien aseguró que había dado la absolución a un hombre muerto desde hacía mucho tiempo, que “venía con permiso de Dios” a buscar perdón y descanso eterno.
Al día siguiente, el sacerdote murió por el impacto tan fuerte de haber hablado con un difunto y verlo desaparecer al otorgarle la absolución.
Aunque los moradores mencionaban que con esta acción se terminó el penar de esa alma y al callejón sólo le quedó el nombre, lo cierto es que durante décadas a la cruz empotrada en la fachada de la casa marcada con el número 303 le colocaron flores y adornos de papel para evitar su aparición, tradición que hasta hace poco continuaba.