El miércoles pasado, el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, cumplió 63 años. Los festejó jugando hockey con veteranos rusos del deporte. Su equipo ganó 15 a 10. Él anotó siete goles. Al final, se le dio un trofeo y una medalla por su apoyo a este deporte.
Si uno entra al sitio web del Kremlin, puede leer sobre la vida del hoy jefe de Estado. De niño problema a agente de la KGB. De soltero a casado y padre de dos niñas. De asistente del rector de la universidad de Leningrado a relevo del entonces presidente Boris Yeltsin. El sitio lo humaniza, lo proyecta como alguien sencillo, audaz y muy poderoso. Todo aspecto de su vida ahí narrado parece estar cuidadosamente alineado a un mensaje mayor.
Cuando uno teclea su nombre en Google, aparecen imágenes peculiares. Putin con una copa de champaña. Putin con una pistola. Putin alimentando a un pequeño alce. Putin sin camisa. Sin camisa y pescando. Con un rifle de caza. Con un rifle de caza sin camisa. Nadando con delfines. Nadando de mariposa. Con un leopardo. Practicando judo. Haciendo pesas. Buceando. En un submarino. Putin sosteniendo un globo terráqueo.
Si estas acciones fueran mis únicos elementos para juzgarlo, sin duda sería el político perfecto para “la civilización del espectáculo” que explica Mario Vargas Llosa en aquel libro de igual nombre: un líder “obligado a dar una atención primordial al gesto y a la forma de sus presentaciones, que importan más que sus valores, convicciones y principios”. Es claro que la instrucción es enaltecer su figura. La política busca eso. Pero en el caso ruso hay algo, por decir lo menos, preocupante.
Según la organización internacional Freedom House –fundada en 1941 para expandir la libertad y la democracia en el mundo–, la Rusia actual no promueve ninguna de las dos. En su reporte 2015, la institución independiente le da la categoría de “no libre” y le pone un seis de calificación –donde uno representa “el más libre” y siete “el menos libre”–. Para contextualizar, México es catalogado como “parcialmente libre” y tiene un tres de calificación. Además, en un comparativo histórico, señala que entre 2000 y 2015 Rusia sólo ha empeorado en cuestiones de derechos políticos y libertades civiles. ¿Por qué importa esto? Porque de esos 15 años, Putin ha sido presidente 11 y cuatro primer ministro –segundo a bordo, casualmente, durante la presidencia de su protegido Dmitri Medvédev.
Si asumimos que Rusia padece un régimen autoritario disfrazado de democracia, agregarle un líder con cierta propensión al culto a la personalidad sólo alimentaría la farsa. Octavio Paz alguna vez escribió que “la mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver la mirada interior”. Con toda su propaganda, Putin irradia luz. Pero lo que quiere es deslumbrar, bloquear la vista, distraer.
La política del espectáculo, la que desde varios medios de comunicación controlados por el Estado intenta mitificar a Putin y hacerlo indispensable, ha contribuido en frenar la transición democrática de Rusia, convirtiendo a esta en un área gris en donde la muerte o el encarcelamiento de varios opositores al actual régimen –averigüe sobre Boris Nemtsov, Alexander Litvinenko o Boris Berezovsky– no parece ser noticia alarmante.
En mi Facebook, un par de amigos suelen compartir notas positivas sobre Putin. Uno de ellos comentó algo como “acá necesitamos uno de éstos”, haciendo referencia a que alguien como el ruso beneficiaría a México. Yo sólo pensé: “¿Es neta, güey? Si de esas vamos saliendo…”