I am no mother, I am no bride, I am king.
Florence + The Machine
Las mejores narraciones de terror que he leído son de mujeres. Así.
En 2012 me encontré con una historia escrita por una mujer, llevada a la pantalla por una mujer y protagonizada por una mujer: Tenemos que hablar de Kevin.
La cinta basada en el libro homónimo de Lionel Shriver cuenta la extrañísima y agobiante relación de una madre (Tilda Swinton) con su primogénito (Erza Miller), nos ofrece la -aún presente- cuestión si se nace o se hace malo el ser humano; el vínculo madre-hijo y -no menos importante- el peso del juicio social sobre lo que es «ser madre».
De pocos diálogos pero escenas desgarradoras cuya tensión se corta con un cuchillo, la película de Lynne Ramsay es estremecedora de cabo a rabo, la omnipresencia del rojo es un recordatorio constante del peligro que acecha, que va metiéndose a la médula de manera gradual y creciente.
Horroriza pero no deja indiferente. Como los textos de hoy. Todos -desde diferentes acercamientos- me han puesto la piel «de gallina».
La historia de Shriver sólo podía ser presentada con imágenes por Ramsay. Las narraciones de hoy sólo podían ser contadas por sus autoras -verdad de Perogrullo-. Si las leen quizá compartan mi opinión o no, pero al menos ya las habrán leído. Porque de eso adolecen. De lectores. Comenzamos:
La sunamita. Inés Arredondo
«Aquel fue un verano abrazador. El último de mi juventud» nos relata la protagonista del cuento, Luisa, quien se enfrenta a un dilema familiar: asistir a su tío Apolonio en su lecho de muerte.
Apolonio la llama a su lado y la protagonista, quien derrocha juventud y sensualidad deberá pasar un rito de iniciación que la mancilla y la pervierte. El texto es un continúo nombrar lo innombrable y las consecuencias que acarrea esa trasgresión.
Es uno de los relatos más conocidos de la autora -de su primer libro, La Señal– nacida en Culiacán, Sinaloa (1928).
Fue parte la Generación del Medio Siglo o de la Casa del Lago, entre las que estuvieron Rosario Castellanos, Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Elena Poniatowska, Sergio Pitol, Salvador Elizondo y Juan García Ponce, entre otros.
Lobalicia. Angela Carter
«Cuando la encontraron en la madriguera, junto al cadáver acribillado de su madre adoptiva, no era más que un montoncito oscuro, tan enredada en su largo pelo castaño que no creyeron al principio que fuera una niña sino un lobezno».
Nos cuenta Angela Carter en este relato que cierra «La Cámara Sangrienta» (1979), un volumen en el que a través de 10 narraciones subvierte los tradicionales cuentos de hadas, los retuerce y les da un toque gótico cargado de terror y erotismo.
Lobalicia es su versión de la licantropía; la historia está cargada de simbolismos relacionados con el vampirismo y los esquivos relatos de niños ferales.
Carter (1951) fue una periodista británica que rompió en su generación; su narrativa privilegió la fantasía mediante la que expresó sus ideas sobre el sexo y la mujer.
Sobre su muerte, Salman Rushdie escribió en el New York Times «… la literatura inglesa ha perdido a su gran hechicera, su reina bruja benévola, una artista burlesca de genio y disparatada gracia».
Chaco. Liliana Colanzi
«La sangre se me rebatió, tenía las venas llenas de esas hormigas bravas. El mataco se puso a saltar dentro de mí. ¿Qué esperás para cobrar tu venganza, cría de víbora colorada?». Le dice una voz dentro de sí al protagonista de Chaco, texto incluido en el libro Nuestro Mundo Muerto (2016).
El cuento es uno de los más reconocidos de la literatura latinoamericana de la última década. La autora boliviana ofrece un acercamiento a lo «raro» que ocurre en el Chaco, una región en la que confluyen Bolivia, Argentina, Paraguay y Brasil.
En ese espacio-relato, Colanzi (1981) nos acerca a un sitio paupérrimo, en el que hechos -quizá- sin explicación aparente se entrelazan con el hastío y rencor acumulados por el protagonista, pobre y a quien la rabia que aprieta la garanta, se desborda en violencia.
Al roce de la sombra. Guadalupe Dueñas
«Cada gota de su sangre fue atrapada por el miedo. Se puso de pie, vacilante, frente al horror, pero un marasmo de sueño la quebrantaba».
Es uno de los momentos cúspide de este cuento en el que hay que estar alerta todo el tiempo. Vemos todo a través de los ojos de Raquel una maestra huérfana y pobre que llega a vivir a la casa de las hermanas Moncada. Una promesa de compañía, cariño y quizá riqueza que sólo es un espejismo.
Las Moncada, mujeres afrancesadas y arruinadas «al estilo de los ricos» viven en una casa enclavada en la provincia; su hogar es un atrayente pero repulsivo secreto para sus vecinos.
Este cuento es -a mí parecer- uno de los más oscuros, potentes y disruptivos de la generación de Dueñas y de las letras mexicanas hasta la fecha.
Ella, a diferencia de Arredondo y Dávila nos presenta uno de los peores pecados -sin remordimientos- de la literatura mexicana, un rito erótico que ha sido constante en la literatura mundial:
«Le dolía haber sorprendido a las ancianas, peor que desnudas, en el secreto de sus almas (…) lo que instigaba su llanto era la ternura de las viejas irreales, su descubierto oficio del amor».
Todo en dueñas es extraño y desconcertante. Cautivante. Recientemente se ubicó su fecha de nacimiento circa de 1910 -se consideraba 1920– en Guadalajara, Jalisco.
De ascendencia española y libanesa tuvo 14 hermanos. Criada por sus tíos, en su mayoría monjas y sacerdotes que entraban y salían de conventos, su obra plagada de «realismo» ofrece una constante sensación de desamparo y orfandad.
Uno de dos.
LV