El T-MEC fijó un calendario preciso: cada seis años, una revisión; cada dieciséis, una decisión de fondo sobre su vigencia. Sin embargo, en ocasiones, los tiempos legales no siempre coinciden con los tiempos políticos. El inicio de las consultas públicas en octubre confirma esta disonancia; pues más allá del calendario, lo que está en juego es la narrativa. Para Washington se trata –de pronto– de una renegociación; para México, de una simple revisión. Y la diferencia es sustantiva: uno implica reabrir capítulos, replantear reglas y buscar concesiones adicionales; el otro únicamente supone un corte de caja técnico.

Ese matiz adquiere mayor relevancia cuando se contrasta con la posición estructural de México; ya que la economía llega a esta prueba atrapada entre dependencias externas y rigideces internas. Por un lado, la integración productiva con EU —destino de casi 80% de nuestras exportaciones— sigue siendo uno de los principales sostenes económicos. Por el otro, el mercado interno muestra signos de fragilidad en un entorno donde también pesan otros campos que Washington busca utilizar como palanca para imponer otras prioridades.

Este contraste no sólo enmarca las condiciones de la negociación, sino que limita la capacidad de México para encararla desde una posición de fortaleza. En ese escenario, coincido que, entre otras cuestiones, nuestro país enfrenta tres focos de fricción. Primero, las reglas de origen automotriz, donde  EU insiste en criterios más estrictos que elevan costos. Segundo, la política energética, cuestionada como fuente de incertidumbre regulatoria. Y tercero, la discusión sobre la inversión de origen chino en sectores estratégicos, donde la presión externa se combina con los dilemas internos de política industrial.

Cada uno de estos temas amenaza con convertirse en un frente de presión decisivo. Por ello, el T-MEC no puede ser visto como un mero trámite protocolario. Para México, llegar a 2026 con el menor número de diferencias acumuladas no es una muestra de prudencia: es una condición de supervivencia económica y política. De ahí que la estrategia nacional deba articularse en tres frentes: aislar la revisión del ruido político, construir coincidencias con Canadá en capítulos sensibles y, sobre todo, demostrar avances en el ámbito interno que conviertan los discursos en realidades tangibles.

Y digo lo anterior, porque la advertencia no es menor: si México no logra articular una agenda propia y se limita a reaccionar a cada embate, el proceso terminará en concesiones fragmentadas y en una renegociación de facto que lo dejará a la defensiva. De ahí que la verdadera oportunidad consista en utilizar la revisión —o incluso una eventual renegociación— como plataforma para consolidar su lugar en las cadenas de valor regionales, no sólo como proveedor de bajo costo, sino como socio confiable en sectores estratégicos; pues lo que está en juego va más allá de la vigencia de un tratado, se trata de la capacidad del país para transformar la interdependencia en desarrollo sostenido.

 

  • Consultor y profesor universitario
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