Recientemente, revisando un artículo de The Economist titulado “The climate needs a politics of the possible”, me pareció interesante lo que planteaba sobre la urgencia de reinsertar la política —con todo su peso, fricciones y su conflicto— en el centro de la acción climática.
Porque es cierto: durante mucho tiempo hemos creído —o hemos querido creer— que bastaba con seguir la ciencia, fijar metas de reducción de emisiones o diseñar paquetes de transición energética para resolver una crisis que, en realidad, es profundamente política. Y sin embargo, lo que enfrentamos no es una falla científica ni una incapacidad tecnológica: es una crisis de voluntad.
Lo que lo confirma no son casos aislados, sino una tendencia global. En EU, la EPA ha renunciado a su facultad para regular los gases de efecto invernadero. En Europa, la guerra en Ucrania ha reordenado prioridades: más gasto militar, menos transición verde. Y en el sur global, las políticas climáticas se perciben como imposiciones externas, ajenas a las necesidades locales.
Lo paradójico es que, en el frente tecnológico, nunca habíamos estado mejor. Las energías limpias son cada vez más accesibles; los avances en almacenamiento, generación y eficiencia auguran un futuro descarbonizado. Pero el cuello de botella no está en los laboratorios, sino en los parlamentos, en los ministerios, en la arena política donde se negocian los costos, se reparten los sacrificios y se define el rumbo.
Aunque seamos claros: la economía global está estructurada sobre combustibles fósiles que sustentan el desarrollo de miles de millones de personas y, cambiar esto no es una cuestión que se dará de la noche a la mañana. Alcanzar el “net zero” exige acciones incómodas. Implica redistribuir cargas, cambiar hábitos, desmontar privilegios. Y si esos costos no se distribuyen con justicia ni se explican con claridad, el proyecto se vuelve insostenible.
Pero evadir el conflicto no lo resuelve: sólo lo posterga. La transición energética tendrá ganadores y perdedores. El reto no es negarlo, sino diseñar mecanismos justos, eficaces y políticamente sostenibles para gestionarlo; pues a veces, mantener el rumbo exige flexibilidad táctica. No para abandonar las metas climáticas, sino para hacerlas viables en términos políticos.
Por ejemplo, un impuesto al carbono puede ser racional desde el punto de vista económico, pero políticamente inviable e injusto si recae sobre la clase media o afecta a la industria desmedidamente. En esos casos, ajustar los tiempos o amortiguar el impacto no es claudicar, sino preservar la medida. Lo mismo ocurre con los subsidios: aunque distorsionen el mercado, han sido clave para masificar tecnologías limpias. El desafío es saber cuándo retirarlos y cómo sustituirlos.
A veces los grandes cambios no siempre vienen de rupturas radicales, sino de pactos graduales y persistentes, donde lo necesario deje de parecer imposible. Sólo hay que repensar la estrategia. No porque carezca de validez científica, sino porque requiere consenso y voluntad política.
• Consultor y profesor universitario
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