El ego es simplemente una idea
Jiddu Krishnamurti
El ser humano dedica buena parte de su vida, si no es que toda, a construir el sentido de su propia importancia. Lo hace a través de todas sus actividades, desempeñando su rol arquetípico o rebelándose contra él. En cada época y cultura aparecen nuevos criterios de reconocimiento bajo las categorías de siempre: poder, belleza, talento, éxito, riqueza, posición social, espiritualidad, inteligencia y moralidad. Cambian las formas, pero no la necesidad de sentirse valioso a los ojos de los otros.
Esa construcción, sin embargo, rara vez nace de un impulso a mejorar. Casi siempre constituye un acto compensatorio y surge del dolor, el resentimiento y el miedo. En la infancia necesitamos, incuestionablemente, ser vistos, validados, apreciados, como condiciones para un crecimiento sano, pero cuando eso falta se abren heridas de invisibilidad, anulación o descalificación que pueden acompañarnos toda la vida. Cuanto más profunda sea esa herida, más intensa será la urgencia de ser importantes, de destacar, demostrar, ser reconocidos, no pasar inadvertidos nunca más, no ser humillados ni descartados.
De adultos, pero desde el niño herido, intentamos reparar la herida con los recursos del ego. Buscamos brillar creyendo que ahí, en la admiración o la envidia que obtengamos, y la sensación de superioridad que eso nos da, estará la validación que nos faltó, o cuando menos un bálsamo para el dolor.
Pero la sensación de importancia propia obtenida de esa manera es frágil: depende siempre de los otros. Algunos adoptan una actitud de desprecio hacia los demás para no volver a sentirse pequeños. Esto es lo que hay detrás en la historia de este tipo de personas. Otros, en cambio, se identifican por completo con la idea de que son insuficientes y desarrollan una enfermiza conducta de complacencia. Estos son los que no pueden decir no. Quizá la mayoría. En ambos casos, la herida sigue gobernando la vida y ambos tipos de persona se sienten en el fondo en desventaja. Uno abusa, el otro se somete.
Pero el ego no es el verdadero villano de nuestro drama personal; es solo una estructura necesaria para funcionar en el mundo. Lo dañino es la identificación total con él, pues su objetivo prioritario es predominar. Desenmascarándolo, solo encontraremos un niño asustado y dolido, que pide ser escuchado, abrazado, comprendido. Lo mismo pide el adolescente con su rebeldía.
Escucharlos no significa obedecer su demanda, sino ayudarlos a lidiar con su miedo. Si quienes deben hacerse cargo de esto son “incontinentes” o “intolerantes” de sus propias emociones, lo serán respecto de las ajenas, sobre todo las desbocadas e incontenibles de niños y adolescentes.
Para trascender esa cárcel del ego que se llama sentido de la propia importancia, no hay más que preguntarse: ¿qué pasaría si no soy importante? El solo hecho de plantearla abre un espacio de silencio interior, en el que algo profundo se relaja. En el peor de los casos, nos daremos cuenta de que no estamos preparados para salir de prisión, en el mejor, nos sentiremos liberados de la carga de tener que demostrar quiénes somos, impulso que nos consume y nos arrebata la vida.
Comprendernos es ver con claridad la ilusión del ego sin condenarla. Cuando descubrimos el engaño, pierde su poder y el miedo desaparece. Y tal vez ahí, en ese instante, sin pretensión ni ruido, entendamos que no es importante ser importantes, que la verdadera libertad no es sobresalir, sino dejar de necesitar hacerlo, porque cuando cesa el impulso de afirmarnos, aparece algo más vasto: la quietud de sabernos parte del todo. Y en esa quietud, paradójicamente, encontramos la única importancia real: la de existir, sin tener que demostrar que existimos.
Y quizá, algún día experimente esa sorprendente, inenarrable y maravillosa sensación de disolución del ego. No es una patraña de espiritualidad new age, ni tampoco cosa de santos, rabinos o gurús. Está al alcance de cualquiera que tenga ego.
@F_DeLasFuentes
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