La mayor parte del sufrimiento humano es innecesario

Eckhart Tolle

 

En una cultura que glorifica el sacrificio, el esfuerzo agotador y la queja como identidad, la alegría es un privilegio de los ingenuos o de los tontos, un escape superficial e incluso una afrenta social cuando se exige sufrimiento, o por lo menos preocupación, como actitud “adecuada” ante determinadas situaciones.

Pero ser alegre es un arte. La clave es que no se está, sino se es. No a ultranza ni como estado del ser permanente e imperturbable. Tenemos que experimentar toda la gama de emociones y sentimientos de que somos capaces, buenos y malos. El Berkeley’s Greater Good Science Center los ha catalogado en 27 categorías que dan un total de 118. Sin embargo, la mayoría acostumbra a transcurrir por la vida solo con 7: alegría, tristeza, miedo, ira, sorpresa, asco y desprecio.

Se piensa que, por estar entre las emociones básicas, la alegría es espontánea y momentánea, pero en realidad es una virtud, un estado del ser que se puede procurar. Con ella no se niega lo malo, tampoco se minimiza ni se ostenta como una forma de defensa emocional frente a lo perturbador. Es un ancla interna a la que debemos acudir siempre para estabilizarnos cuando experimentamos pensamientos, emociones y sentimientos desagradables.

La diferencia entre emoción y sentimiento está en que la primera es, ciertamente, espontánea y momentánea, el sentimiento es producto de un procesamiento mental de las emociones, perdurable y elaborado, de manera positiva o negativa según lo agradable o desagradable de la experiencia sensorial y la intervención, o falta de la misma, del aspecto racional encargado de dar significado.

Pero hay emociones que pueden convertirse en sentimientos, entre ellas justamente la alegría, la tristeza y el desprecio, no así el miedo, la ira, la sorpresa y el asco. Para muchas personas, la tristeza se ha vuelto una zona de confort. El drama, una forma de atraer atención. La queja, un idioma compartido. Vivir centrado en las propias heridas es vivir a la defensiva y exigiendo el pago de una deuda impagable, pero sobre todo es la manera en que nos negamos, inconscientemente, a sentirnos bien, porque nos puede hacer sentir muy culpables por contravenir la convención social de malestar.

Cuando la alegría es sentimiento y no emoción, es suave, benévola y liberadora, como una caricia al alma (si no la confundimos con la euforia, pulsión que debe ser liberada, desahogada), es la forma que tenemos de honrar con amor la vida.

Aprender alegría empieza por desmontar el culto a la victimización. No significa negar las injusticias ni los duelos, sino dejar de hacer de ellos la fuente principal de nuestro sentido de identidad. La alegría nace cuando dejamos de definirnos por lo que nos pasó y comenzamos a participar activamente en lo que somos.

Uno de los primeros pasos es dejar de alimentar los pensamientos negativos. La mente, si no se le pone atención, repite narrativas pesimistas como una radio estropeada. No hay que pelear con ella, pero sí observarla. Notar cuándo aparece la autocrítica, el miedo al rechazo, la envidia o el resentimiento. Y en lugar de identificarse con eso, hay que reconocer que están de paso. Que no somos lo que pensamos.

Otro paso crucial es salir de la queja, que no resuelve nada; desgasta. Quejarse nos libera, genera dopamina, pero incurrir en ella por sistema nos enferma, porque nuestro cerebro y nuestro cuerpo “se la creen”.  En lugar de ello, hay que enfocarse en lo que sí está funcionando, en lo que sí tenemos. Entonces viene la gratitud y, con ella, la alegría.  Agradecer es afinar la mirada para notar lo valioso, y siempre lo hay.  Una herramienta más, poderosísima, es aprender a reírnos de nosotros mismos, dejar de tomarnos todo tan a pecho.

Otra forma trascendental, ancestral, social y ritualizada, para atraer alegría “programada” a nuestras vidas, es la celebración, que merece columna aparte, la próxima semana.

 

   @F_DeLasFuentes

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