La escritora Inma Pelegrín ganó el III Premio Lumen de Novela, con Fosca, un thriller ambientado en un mundo donde la ternura escasea.
Foto: Cortesía La escritora Inma Pelegrín ganó el III Premio Lumen de Novela, con Fosca, un thriller ambientado en un mundo donde la ternura escasea.  

Tras dejar a un lado, momentáneamente, su carrera como poeta para devenir novelista, la escritora Inma Pelegrín (Lorca, 1969) ha ganado, con Fosca, el III Premio Lumen de Novela.

Presentada bajo el seudónimo de María Millán, Fosca, según el acta del jurado, "es un inquietante thriller rural sobre la pérdida, la crueldad y el fin de la infancia ambientado en un mundo donde la ternura escasea y la violencia se multiplica", que hace eco en la literatura de escritoras como Andrea Abreu (Panza de burro) y Selva Almada (Esto no es un río).

El jurado, que declaró a Inma Pelegrín ganadora por mayoría, estuvo compuesto por las escritoras Ángeles González-Sinde, Elena Medel y Clara Obligado, así como la directora de la librería Rafael Alberti, Lola Larumbe, y la directora literaria de Lumen, María Fasce.

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Asimismo, las mujeres del jurado destacaron:

"Un chico dotado de una sensibilidad especial debe aprender a defenderse en un entorno claustrofóbico y hostil donde sin embargo es posible la ternura. El lenguaje es un personaje más en esta antinovela de iniciación con elementos de thriller rural y ecos que van de Ana María Matute a Jesús Carrasco. Una historia que se lee con los sentidos y el corazón".

El premio con el que fue reconocida Pelegrín, quien ha dicho que "la poesía nos ayuda, si no a hallar respuestas, a hacernos las preguntas apropiadas", está dotado con 30 mil euros, así como la publicación en Hispanoamérica. Asimismo, el jurado reconoció la obra de la autora entre un total de 402 manuscritos recibidos, procedentes de países como Argentina, Colombia, Chile, España, Estados Unidos, México, Perú y Uruguay.

¿Quién es Inma Pelegrín?

María Inmaculada Pelegrín López, reconocida en el mundo literario simplemente como Inma Pelegrín, nació en Lorca, en la Región de Murcia, el 10 de octubre de 1969. Poeta y ahora novelista, la autora es licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación, así como en Psicología.

Además del Premio Lumen de Novela 2025, a lo largo de su carrera ha recibido otros galardones como el Premio Internacional de Poesía García Diego 2008, el XXIV Premio Internacional de Poesía Antonio Machado en Baeza, así como el Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez y el XXXVIII Premio Jaén de Poesía.

Entre otros libros, ha publicado Óxido (2008), Universo improbable (2012), Todas direcciones (2020) y La teoría de las cosas (2022). Como poeta, forma parte de la asociación poética Espartaria, y, como tal, su nombre aparece en las antologías Diez de diez y La ciudad de los escudos.

Un adelanto de Fosca

Todavía no se han callado los grillos y ya están cantando las chicharras. A pesar de lo temprano que es, chillan como si fuera mediodía. Es un ruido aburrido, tanto que a veces se te olvida que las estás escuchando y de pronto, no sabes por qué, te das cuenta de que las habías dejado de oír aunque no han parado ni un segundo de chirriar, entonces es como si subieran el volumen, todas a la vez. Como si crujieran dentro de tu cabeza.

Las oigo desde la cama. Mis hermanos duermen. Por suerte no han empezado todavía con el festival de peos. Todas las mañanas lo mismo. En cuanto se despiertan, empieza el concierto y cuanto más fuerte se escuchan los peos más asco me da y más lo disfrutan, retorciéndose en el colchón, apretando todo lo que pueden, que cualquier día se les darán la vuelta los culos como a las gallinas cuando se les atasca el huevo. Luego salen corriendo a mear a la calle en calzoncillos, haciéndose la zancadilla y dándose, unos a otros, empujones y castañetas en la picha.

Mejor me levanto ahora antes de que lo hagan estos tres y empiecen con sus mierdas. No quiero llevarme una colleja por estorbarles en su carrera hacia la tapia. Me ponen de muy mala leche y a ellos les gusta hacer todo lo que me encangrena. Su deporte favorito es verme jodido, a ser posible llorando. Mejor me voy con Madre a la cocina.

Esta noche no se movía una gota de aire. Padre salió a la calle a fumar un celtas y al final terminó el paquete. A mí me gusta sentarme en el poyete de la placeta cuando Padre no puede dormir. No hablamos de nada. Él sabe que estoy ahí pero es como si no me viera. Enciende un cigarro tras otro y mira, sin mirar, hacia la noche. Como viendo algo que nadie más puede ver.

Sombra vino a poner la cabeza sobre mis rodillas, a reclamar su ración de mimos nocturnos. Metió su cabeza bajo mis manos para hacerse sitio y la movió hacia los lados para autoacariciarse. Sombra siempre está conmigo. En cuanto escuchó que salía, aún no había puesto yo un pie en la calle, ya estaba pegada a mí. A mi pierna derecha. Me sigue a donde vaya excepto dentro de casa. Sombra tiene prohibida la entrada. Según Madre, es una guarrería. Las casas son para las personas y sólo para las personas.

Sombra tiene su hoyo frente a la placeta. Allí es donde duerme y pasa la siesta. Allí es donde se queda a esperar a que salga de la casa cuando estoy dentro. El hoyo le ayuda lo mismo para el calor que para el frío, allí se acurruca y espera pendiente de la puerta. Ella sabe que soy yo antes de que se abra. Si es otro el que va a salir, levanta la cabeza y empina la oreja, que tiene gacha, con desinterés, sin sollisparse. Si soy yo, antes de que pueda verme, antes de acabar de abrir la puerta, ha dado un salto y está en la baldosa meneando el rabo.

Esta mañana ha llegado estirándose, medio dormida, para acompañarme a mear a la tapia del corral.

Madre sonríe al verme entrar, se pasa el dorso de la mano por la frente.

—Menuda fosca —me dice—. A la bendita hora que es y ya he visto una tolvanera por la rambla. ¿Malta, leche o maltileche? —me pregunta mientas me lavo la cara en el balde.

Acabo de quitarme las vendas y las he dejado en su lebrillo. Madre me venda las manos cada noche. Les deja al final un nudo flojo para que me las pueda soltar yo solo la otra mañana. Sólo tengo que tirar, con los dientes, de uno de los extremos.

—Tanta tolvanera tan temprano, no abarrunta na bueno —me advierte.

—Mejor maltileche —le respondo cuando veo el lebrillo lleno de trozos de pan duro sobre la mesa.

Las sopas de pan me gustan más con maltileche.

Me pongo los guantes después de confirmar que las verrugas continúan en mis manos. Antes me despertaba cada mañana convencido de que ya no estaban. O bien soñaba que no estaban o bien quería creer que lo había soñado. Ahora ya he aprendido a no hacerme ilusiones. Ahora me quito las vendas pensando que seguirán ahí, las verrugas pegadas a mi piel y, es verdad, que aquí siguen, esta mañana también.

Alguien le comentó a Madre que las verrugas se van si las cubres en la noche con vinagre. Los gases acaban por ahogarlas y se secan desde la raíz. Al parecer las mías, como los calistros, tienen raíces fuertes y hondas. Las raíces de los calistros pueden llegar a muchos kilómetros de sus troncos. Me pregunto hasta dónde llegarán, dentro de mi cuerpo, las raíces de mis verrugas que tanto tardan en secarse.

Lo único que ha conseguido el vinagre es que mis hermanos tengan un motivo para llamarme boquerón, muñones, cebolleta, aceituno o apestado. Que a imaginación, para inventar motes que jodan, no les gana nadie.

También ha servido para que me asusten con la idea de que si me pajeo se me llenarán mis partes de verrugas. Yo, cuando lo hago, siempre me toco, arriba y abajo, por encima del calzoncillo, con las vendas puestas y nada más que con las puntas de los dedos, porque justo en la punta de los dedos es el único sitio en el que no tengo. No sé por qué ahí no me salen. Para todo lo demás llevo mis guantes. Nada más levantarme me los pongo y los llevo hasta que me acuesto, cuando madre me vuelve a vendar las manos con las mismas vendas mojadas, y vueltas a mojar, en vinagre.

Madre me sirve un tazón de maltileche y me entretengo en hundir las sopas con la cuchara. Les echo el azúcar por encima para ver cómo cambia de color y se crea una corteza que desaparece, al momento, disuelta en el líquido. Las empujo con la cabeza de la cuchara en lo que tardan en empaparse para ponerse blandas. En cuanto empiezan a hundirse es como me gustan. Ni demasiado blandas, que se me deshaga el trozo y ya no lo encuentre en el vaso, ni demasiado secas porque me gusta notar el caldo de la maltileche al apretarlas en la boca.

Madre coge un trozo de pan duro de la fuente, sosteniéndolo con el índice y el pulgar, lo moja por un extremo en su manzanilla y lo muerde. Veo las migas desprenderse y depositarse en el fondo del vaso. Al poco, el líquido amarillo brillante se pone turbio.

—Ha dicho Padre que sigáis con el grano —me informa.

Asiento con la cabeza mientras escucho fuera hacer el bruto a mis hermanos.

—Antes, en un llampo, te acercas a lo de Marcela y me traes una poca creciente.

Marcela es nuestra vecina más cercana. Sombra y yo andamos, el kilómetro y poco que separa su casa de la nuestra, sin prisa. Las chicharras chillan y chillan. Sombra avanza sin levantar polvo y sin dejar huella en el camino cuando pisa. Es una perra silenciosa, se le nota la sangre de perra cazadora. Sólo por el gusto de intentar hacerlo como ella, pruebo a caminar, yo también, sin hacer ruido, como si pisara huevos. No sé si me sale bien del todo. Sombra me mira de reojo.

(Adelanto cortesía de Lumen y Penguin Random House Grupo Editorial).

Redactor web en el diario 24 HORAS. Escribo y hablo de literatura. Autor en Puentes (Editorial Gato Blanco) y Escribir es un ensayo (Grupo G - Horizon y Canon Mexicana).

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