Nueva fiebre del oro acelera la destrucción de la Amazonia
 

De pie frente al inmenso agujero que cavó en medio de su finca, el brasileño Antonio Silva trata de explicar por qué se convirtió de nuevo en buscador de oro en la Amazonia.

Este abuelo de seis nietos y 61 años había dado por superada su época de “garimpeiro”, cuando se dejaba seducir por la fiebre del oro, dañando de paso el medioambiente.

Pero la pandemia llegó, los precios se dispararon y tomó una decisión: invirtió sus ahorros de 50.000 reales (USD 9.000) en alquilar una excavadora y contratar a cuatro trabajadores para que cavaran en la tierra que había comprado inicialmente para criar ganado, en una zona deforestada de Sao Felix do Xingu, en el estado de Pará, sureste de la Amazonia.

Del agujero, del tamaño de una gran casa, sale ahora agua turbia, bombeada y filtrada para separar las partículas de oro. Con resultados decepcionantes.

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“Ya sé que está mal. Soy consciente de los problemas que provoca la minería. Pero no tengo ningún otro ingreso”, se justifica Silva (un seudónimo), cuya primera época como “garimpeiro” coincidió con la fiebre del oro de los años 1970-1980.

En esa época, trabajó en la mina Serra Pelada, tristemente conocida por las imágenes de hordas de hombres cubiertos de barro, trepando sus flancos cargados con sacos.

La minería ilegal vuelve ahora a vivir un auge en la cuenca amazónica, alimentada por la subida de los precios del oro: la onza alcanzó hasta USD 2.000 el año pasado.

Al afán de los inversores por volcarse en el valor refugio durante el covid-19, miles de mineros respondieron cavando en la mayor selva tropical del mundo.

En lo que va de año, destruyeron 114 km2 de la Amazonia brasileña, el equivalente a 10.000 terrenos de fútbol, la mayor superficie anual desde que se tienen registros.

El grueso de esta destrucción, según Greenpeace, se da en reservas indígenas, donde bandas de ‘garimpeiros’ instalan grandes minas con material pesado, atacando aldeas, transmitiendo enfermedades, contaminando el agua y devastando las comunidades cuyo conocimiento y respeto de la naturaleza son claves para salvar este territorio.

‘TENDRÁS QUE MATARME’

Casi 1,2 millones de km2 de la AmazonIa brasileña corresponden a reservas indígenas, la mayoría en selva virgen.

Muchas son ricas en minerales y su ubicación remota las convierte en objetivos fáciles para los buscadores de oro, cuya llegada dispara además, según investigadores, otros crímenes relacionados con drogas, prostitución de adultos y menores, trabajo esclavo…

El gobierno estima que unos 4.000 mineros ilegales operan actualmente en territorio indígena en la Amazonía, una cifra, según analistas, muy subestimada.

Estudios recientes determinaron que estos utilizaron 100 toneladas de mercurio entre 2019-2020 y que hasta 80 por ciento de los niños de aldeas aledañas sufrían daños neurológicos debido a su exposición.

El mercurio, utilizado para separar el oro de la tierra, también envenena a los peces, sustento alimentario de muchas comunidades.

Algunos pueblos tratan de organizarse para poner coto a esta pesadilla, organizando desde patrullas a protestas. No sin riesgo.

Maria Leusa Munduruku es una líder de la comunidad Munduruku, cuyo territorio en Pará ha sido uno de los que más ha sufrido.

Cuando los mineros ilegales empezaron a comprar con dinero, alcohol y drogas a algunos miembros de su pueblo para adentrarse en su tierra tribal, Munduruku, de 34 años, organizó a las mujeres locales.

Pero en seguida empezó a recibir amenazas de muerte, cuenta. El 26 de mayo, hombres armados irrumpieron en su morada.

“Rociaron con gasolina mi casa y prendieron fuego”, afirma a la AFP, con una corona de flores rojas sobre su cabello negro, mientras amamanta a su bebé.

“Les dije que no me iría. Que tendrían que matarme. Mi casa sobrevivió. Solo Dios sabe por qué no ardió. Se quemó todo lo que había dentro”.

Munduruku, con cinco hijos y un nieto, siguió adelante. En septiembre, recorrió 2.500 km hasta Brasilia, para coliderar una protesta de mujeres indígenas pidiendo a la justicia que protegiera sus tierras.

“Debemos asegurarnos de que nuestros hijos tengan un río donde pescar, una tierra donde vivir”, asegura.

“Por eso sigo luchando”.

APOYO DE BOLSONARO

Brasil, séptimo productor mundial de oro, extrajo 107 toneladas el año pasado, según cifras oficiales.

Un estudio reciente mostró que solo un tercio de la producción brasileña tiene un origen legal documentado, mientras que la reglamentación actual permite a los vendedores garantizarlo simplemente firmando un papel.

Con los planes del gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro de abrir las reservas indígenas a la minería, las actividades ilegales también se dispararon en esta región difícil de controlar.

“Nos dimos cuenta de que las operaciones policiales sobre el terreno eran fútiles”, afirma Helena Palmquist, portavoz de la oficina del fiscal federal de Pará.

Los mineros huían cuando la policía llegaba, explica. Y aunque las autoridades quemaban la maquinaria que dejaban detrás, estas eran fácilmente reemplazadas pese a que, por ejemplo, una excavadora cuesta 600.000 reales (USD 108.000), lo que demuestra el poderío financiero de las bandas.

Así que la fiscalía tuvo que echar mano de la creatividad para dar caza a los financiadores.

En agosto, suspendió las operaciones de tres grandes operadoras de oro, reclamando una multa de 10.600 millones de reales (USD 1.900 millones). La sentencia está pendiente.

Pero hay grandes intereses en juego.

“El lobby del sector del oro se reúne habitualmente con el ministro de Medio Ambiente, con altos cargos de la administración. Tienen acceso directo al gobierno”, afirma Palmquist.

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“Y hay esta creencia arraigada en Brasil de que la Amazonia es un bien para ser explotado”.

Aunque esto podría estar cambiando.

En Sao Felix, Dantas Ferreira suele pescar al atardecer en el río Xingú, un afluente de aguas cristalinas del Amazonas en las que otro río más al norte, el Fresco, vierte una agua turbia que según las autoridades procede de los residuos de la minería ilegal.

Como mucha gente de esta localidad, Ferreira, un ranchero de 53 años, apoya con orgullo a Bolsonaro.

Pero asegura que la destrucción medioambiental ha ido demasiado lejos en la región.

El presidente “tiene que parar esto”, afirma.

“Si no frenan la minería ilegal, nuestra agua nunca más volverá a ser normal”.

OH