I
La película, que cuenta con el debut de David Hemingson como guionista, narra el andar de Paul Hunham (Paul Giamatti), un profesor gruñón, estricto y aparentemente inquebrantable, en papel de persona encargada de aquellos (estudiantes) que se quedan en la temporada invernal dentro de la Barton Academy por razones estrictamente desconsoladoras, hasta que por azares del destino, todos, a excepción de Angus Tully (Dominic Sessa), se retiran a pasarla bien para épocas navideñas. Entonces permanecen el ensimismado Paul, un rebelde Tully, la extraordinaria Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph) y un equilibrante Danny (Naheem García) para sostener esta tierna historia que remite a clásicos del siglo veinte dirigidos por Frank Capra y Hal Ashby, aunque ahora en una atmósfera dylanesca, nostálgica y que, fortuitamente entre tanta explosividad que abruma, prescinde de las ruinas modernas de la prisa y la inmediatez.
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II
Durante los créditos, que no abandonaron nunca el esplendor setentero, F. me preguntó qué me había parecido la película, que si me había gustado. Saliendo del cine acostumbrado, caminando sobre el Paseo de la Reforma de la Ciudad Monstruo, tras un silencio prolongado al respecto desde que salimos de la sala, recuerdo haberle dicho que sentí algo similar a estar inmerso en una canción de Bob Dylan. Quería ahondar, pero no era el momento y tampoco sabía cómo hacerlo. Era claro que los sentimientos que fueron removidos apuntaban a una dirección distinta: las lágrimas que al final de The Holdovers (2023) ambos habíamos derramado venían de partes distintas del cuerpo.
Luego entonces pensé, sin miedo ni tregua, en lo que significaba perder, en qué se necesitaba tener o no tener para ser un perdedor. Si es que uno se autodenomina así o es alguien más quien nos cuelga la etiqueta. Cómo ser o qué significa ser una persona sin fortuna ante las circunstancias de la vida, entregado casi al ostracismo, como aprisionado ante el conformismo tal y no hacer más que lo mínimo por seguir rehuyendo a cualquier infame muestra de cambio.
Más tarde, me asaltó el pensamiento de la soledad, ese ente inmaterial de incontables rostros, sospechoso hasta la médula y cuyas revelaciones son más perceptibles aún cuando el acompañamiento y la narración de una cinta como esta –que es ya la novena en la filmografía de Alexander Payne (Nebraska, 1961)– invitan a suspenderse, a renunciar, aunque sea por un momento, a ritmos frenéticos, para entonces observar con atención aquello que pasa sobre los gestos, las miradas, las muecas. Sí: todo eso que de otro modo podría parecer un ejercicio cansón, aquí toma un sentido cálido, especial, sin complejidades extraordinarias, pero sobre todo sin engaños: se revela tierno, como una práctica de resistencia para enfrentar este presente inmenso que parece estar dispuestos a tragarnos en cualquier momento.
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III
Todo lo anterior no podía sino llevar(me) a cavilar sobre la vida. Esa actividad compleja, a ratos sumamente ingrata y las menos de las veces tierra llena de oportunidades. Parece ser un acto a todas luces inexorable haber llegado hasta este punto al que fui atraído por intentar comprender el aura del perdedor y la profundidad de la soledad. No podía concluir en otra cosa.
Pero todos los méritos recaen, al final, sobre lo que implica haber caído en la espiral de una historia bien contada. Que en apariencia puede no ser mucho más, pero es más que suficiente. Porque parece haber lugar donde cabe la esperanza, transparencia, otredad, el silencio, la comprensión, la indiferencia, las mentiras, los cambios, las confusiones y tanto más ahí donde a ratos hay un cine que no da tregua, que se revuelca en el dinamismo facilón, el humor desechable e historias que se olvidan luego. En ese lugar, entonces, parece valer la pena ser uno de los que se quedan.