Cada 19 de septiembre, en el aniversario de los sismos de 1985 y de 2017 en Ciudad de México hay una sensación de urgencia, de emergencia.
En los últimos cinco años hicimos los simulacros tomándolos en serio, con algunas lágrimas y crisis nerviosas en algunos edificios incluso. Pero fue por esa tragedia que nos sacudió en 2017, irónicamente coincidente con el aniversario de los terremotos de 1985, cuando una generación ya había olvidado que era una catástrofe después de un sismo.
Después del sismo de 2017 nos volvimos a preocupar por las reglas de protección civil, por la seguridad de los edificios, por las rutas de evacuación de cada uno.
Por quiénes revisan las estructuras, por quiénes son responsables de todo. Pero hace poco, en este y en quizá en el simulacro del año pasado, la urgencia y la seriedad sólo duró lo que suena la alerta sísmica.
Si bien en general, los edificios cuentan con protocolos elementales, las reglas de protección civil se cumplen por encima, sin una supervisión a fondo porque no es humanamente posible con la cantidad de personal que hay en las dependencias destinado para esas tareas.
El recorte a las áreas de protección civil han sido una de las constantes en los últimos años. En el presupuesto federal, se ha mantenido una disminución de al menos un 20 por ciento.
Lo preocupante es que la sensación de urgencia y de revisarlo todo, de buscar métodos para que la ley se cumpla, para que las construcciones estén en regla se va diluyendo.
No pretendo que el miedo nos dure para siempre. No necesitamos escenas de estrés postraumático cada año. Pero creo que sí debemos repensar qué necesitamos para vivir en una ciudad más segura. Una donde los sismos no nos saquen a la calle en pánico a cualquier hora.
Las lecciones que debimos haber aprendido en las dos sacudidas que hubo en la ciudad difícilmente son permanentes. Salvo algunos casos excepcionales, el castigo a quienes permitieron construcciones irregulares fue apenas perceptible y si no buscamos activamente que las reglas se cumplan, corremos el riesgo de que las construcciones sigan teniendo fallas que lamentaremos un día.
Escribo esto días después del aniversario de los sismos, justo con la intención que el recordatorio venga días después de nuestro recordatorio, después de que caemos en la costumbre de lo cotidiano.
Y es que, si bien hay desastres que no pueden preverse, las consecuencias de estos en su mayoría sí pueden prevenirse. Que los daños no sean devastadores y que no dejen una cicatriz permanente en todos es algo que puede evitarse.
¿Qué hemos aprendido entonces de las tragedias? ¿Dónde están las revisiones periódicas a los planes de protección civil en las oficinas, en las construcciones?
Toda la solemnidad que tenemos cuando recordamos a las víctimas, debemos tenerla en también la revisión de las estructuras para cuidar a quienes siguen aquí.
@Micmoya